jueves, 25 de abril de 2024

F180 - Esos ojos negros

 

Hay batallitas que se escriben solas.

Un día te levantas de la cama, somnoliento, con legañas; y sigiloso, va el Destino y te susurra: por aquí recto, luego gira a la derecha, ahora sube los peldaños, después toma el primer desvío a la izquierda. Ahí mismo hallarás tu destino, se identifica. Como si un vulgar tonton fuera.

Entonces pueden suceder dos cosas, eliges escucharle y sigues el camino, o pasas olímpicamente y vas a tu bola. Ahí no termina el asunto, en caso de responder de modo afirmativo al: si tú me dices ven lo dejo todo, enfrentas dos ramales: que salga todo genial y encuentres algo o alguien especial, o que te estrelles contra un árbol a 250 kms/h.

Hoy escogí el primer sí, y pisé el pedal a fondo. Quién sabe si lograré esquivar el árbol.

Semana de vacaciones, periodo de asueto (dice el diccionario). ¿Otro viajecito, Jorge? El bolsillo responde en mi lugar clinc, clinc, clinc hace el puñado de monedas al entrechocar con el manojo de llaves. Estoy pelao, my friend, le respondo a la vocecita del demonio.

¿Y a Bilbao? Vamos, perezoso, que está a tiro de pedrusco, al menos para ti. Además, hay que ir tanteando el terreno para la quedada ex foreros Spaniards 2024.

Así que cojo los bártulos (mochilita gris, dentro la última de Mikel Santiago, nunca mejor elección con Portu ahí al lado, gafas de sol -sí, para Bilbao- las gafas de viejo, y poco más) y me dirijo a la estación de autobuses.

Me gusta visitar Bilbao. Resucita cientos de recuerdos en mí. Hace mil y un años estudié aquí, y residí en Santurce. En aquel Bilbao oscuro y rockero (con sus vecinos de margen izquierda, Eskorbuto, el único grupo punky auténtico que ha existido en España. Murieron jóvenes, yonquis y Antitodo). Aquel Bilbao de antaño, plomizo, sucio e irreverente. Un Bilbao auténtico y mundano, en las antípodas de esta ciudad actual, de ciencia ficción, que parece melliza de Sidney.

Adoro la habitual rutina: paseíto por los márgenes de la ría (nada que ver con aquella ciénaga apestosa de finales de los 80, a cuyo hedor te acostumbrabas como por ensalmo). Visitar la Universidad Deusto (donde fui un visto y no visto alumno); a veces entro en sus edificios (sobre todo en el antiguo, con sus pasillos, arcos y patio interior de película británica, casi esperas cruzarte con Harry Potter y su cuadrilla). Camino distraído, entre la chavalería (¡son criaturas!) y algún que  otro mayor (supongo profe o staff). Nadie repara en mí, nadie me cuestiona: ¿Dónde va usted, señor? Como si reconocieran a un exalumno (incluso a uno fugaz) a golpe de vista, quizás por los andares. O, tal vez, porque siempre suelo coincidir con jornadas de puertas abiertas, hoy toca elección de Másteres. Contemplo la lista, con curiosidad nostálgica, con envidia retrospectiva, de película de viajes por el tiempo.

Seguimos con la rutina.

Caminata de regreso por la orilla contraria, contemplo esa lata de espárragos gigante que los bilbaínos apodan Guggenheim, o algo así, para darse importancia; casi tropiezo con los top manta modernos que venden una especie de miniaturas de araña gigante con pinta de alien, sólo les falta una figurita de Sigourney Weaver para acompañar; japoneses, indios (quizás paquistaníes) e hispanoamericanos se hacen fotos unos a otros, algún solitario a sí mismo con ese horripilante palo largo; las kayak surcan las aguas verdosas, traslúcidas. Me robaron Bilbao.

Pincho de tortilla en el Bilbobeer (estudiantes, currelas, funcionarios, guiris, actrices) callejeo, una caña en la terraza del Kubrick, saco al Mikel Santiago, para que respire, lo abro por donde indica el marcapáginas; el sol es todavía tibio, tímido, pero agradable, sin embargo, una parte de mí desea que llueva para obligarme a entrar dentro, al amparo de los sofás vintage, y la decoración cinematográfica, incluida foto de las siniestras gemelas de El Resplandor. Bilbao es para un día de lluvia, calentito adentro, leyendo a Stephen King despatarrado en esos sofás.

Otro paseo, un vagabundeo, y luego otro más. Sin mirar el móvil, sin pensar siquiera. Dejándome llevar.

Pasito aquí, pasito allá se acerca la hora de comer. Me avisa el estómago antes que el reloj (lo de leer la hora por la posición del sol todavía no lo controlo). Recuerdo una hamburguesería a la que me llevó una persona que fue especial en un momento de mi vida. No tan lejano. Hace un milenio. Me acerco, mirando al suelo, quizás recordando, tal vez para olvidar. ¿Cuántas veces podemos equivocarnos en una existencia? ¿Hay un cupo, un tope, o algo? ¿Dónde consultar el marcador?

Está cerrado.

Compruebo la hora, 13:23. Es miércoles, pero aquello parece cerrado a cal y canto. Persianas metálicas, llenas de grafiti, cubren todos los accesos.

Me alejo, buscando alternativa. Quizás es demasiado temprano. Busco la web del establecimiento. “Abrimos a las 13:30”, indica la página.

Tras veinte minutos regreso. Las persianas no se han movido un milímetro, de hecho, parecen más bajas que antes, como si trataran de escarbar, poco a poco, la acera.

Desisto. Segunda opción. Otra hamburguesería viene a mi mente, en plena Ribera, donde me puse hasta la cartola hace un año, o quizás dos o cuatro. Nombre yanqui, no lo recuerdo, local como el primo feo del Hard Rock, más feo y más barato. Voy buscándolo, a lo largo de la Ribera, en manga corta, puestas las gafas, disfrutando de los rayos de sol que refleja la ría. Esto parece Málaga, me digo.

Cerrado a canto y cal (por variar, eh).

Esto es un complot bilbaíno, contra mi persona, en toda regla. Sé lo que están pensando ustedes. Algo de brujo tengo: ¿búrguer, Bilbao? Pecado venial rayano en lo mortal. Lo sé. Pero no soy de Alicante (con perdón), podría comer una chuleta a la brasa en cualquier momento. Hoy toca búrguer, antojos que tiene uno.

Me rindo.

Móvil en mano. San Gúguel que estás en los cielos. Dime, corazón, dónde puedo papear una hamburguesa en el Botxo.

Pensando…

Recalculando…

Yo, babeando…

Elijo la primera opción de la lista. No voy a volverme loco. Sigo la flecha temblorosa, de nuevo (parezco un maldito guiri hasta las trancas de txacoli, extraviado pero contento). El cacharro echa humo, saca bandera blanca. Será tanta callejuela o quizás quedó embriagado del aroma a vino y carne asada. Desisto. Guardo el móvil en el bolsillo trasero.

Levanto la vista y ahí está.

No se trata del restaurante que buscaba, siguiendo la flechita virtual, pero tiene buen aspecto. Entro, tomo asiento, y tras ojear la cartulina plastificada del menú (agradezco al Cielo la ausencia del maldito código QR), pido una burger Texas, papas fritas arrugadas con piel (tan de moda) y una caña fría. “La que tengas, maja”. Le digo, sin mirar. “Si es Ambar, rellena la mitad con Fanta limón”, añado, temblando ante la posibilidad. Al cabo de un instante, la cerveza está poniéndome ojitos desde la mesa. Me lanzo y me pimplo la mitad. Estoy al borde de romper a sudar. ¿Bilbao? ¿Sevilla?

Llega el resto de mi pedido.

No lo veo. Podría ser un bocadillo de salchichón del super con pan revenido. Tan sólo veo a quien lo porta, con primor, en su platito, sobre la bandejita. Tan sólo contemplo esos ojos negros. El resto del local desaparece.

Quedo prendado como vulgar principito de cuento. Y me temo que se nota a leguas de distancia, porque la muchacha, servicial, me pregunta qué tal todo, mientras aquellos luceros dicen miles de otras cosas, deseo creer (Jorge, me digo, vas a 245 kms/h, y la carretera está bordeada de árboles… por ambos lados). Callo esa estúpida voz y piso a tope el acelerador, 247, 248, 250 kilómetros por hora.

Acento meloso, a la par que dicharachero, del sur. Muy al sur, según comenta. Tentado de responder, yo riojano con alma de Chiclana. Le doy palique entre sus idas y venidas (el bar semivacío, tan sólo una pareja acaramelada, dándose arrumacos sobre una pizza Margarita), las patatas se enfrían, mi corazón se caldea. Le encantaría visitar mi ciudad, dice, como quien comenta “va a llover”, mirando las nubes…

-          Ahora o nunca, Jorge -me digo- creo que el airbag funciona.

Me hundo en aquellos ojazos: vente cuando quieras, te mostraré el más hermoso de los rincones.

Sonríe, y sus ojos absorben toda la luz del pequeño comedor.

Se me caen los cubiertos, ambos al mismo tiempo.

-          Luego hablamos – dice.

Y un fogonazo de luz vuelve a iluminar todo alrededor.

Atravieso el puente de Arriaga, una sonrisa bobalicona llena mi rostro. La acera se abre ante mí, cual mar Rojo ante Moisés y su cayado. La gente se echa a un lado, poniendo caras extrañas, una joven madre tapa los ojos de su retoño acercándolo hacia su cuerpo, un anciano, cachaba en mano, cruza al trote la calzada hacia la otra acera librando por un pelo de ser atropellado por un Bilbobus. Ignoro si es por el careto de ido, por la mochilita sospechosa, o porque voy cantando a pleno pulmón el tema de Duncan Du.

Esos ojos negros

Esos ojos negros no los quiero ver llorar,

Tan sólo quiero escuchar, dime

Lo que quiero oír, dime

Que vas a reír, dime

Dime ahora que duerme la ciudad

 

-          ¡Dios mío! – exclamo – Iosu Expósito se revolverá en la tumba.

A veces, se escriben solas. A veces, el Destino nos guía.